Bondi

Como siempre estás sentada en el cuarto asiento doble junto a la ventanilla, y como siempre, nos miramos mientras sigo caminando hacia el último de los simples. Ya están ubicados el técnico de la caja de herramientas, sentado detrás del chofer, y el pibe que va a tu facultad, pero se ve que no te conoce. En la próxima parada va subir el narigón que baja dos cuadras antes que vos, y también la señora que lleva a la hijita al jardín. Es increíble cómo la frecuencia de una línea de colectivos hace que todos compartamos estos quince minutos hasta donde haya que ir en silencio, conociéndonos las caras, sabiendo adónde va el otro, de dónde viene, pero con temor a mirarnos. Pero en tu caso es diferente. No sólo me atrevo a mirarte, sino que vos también me buscás de vez en cuando, y durante una milésima de recorrido chocamos y al instante bajamos los ojos, miramos por la ventana o acomodamos nuestras carpetas. Sé que estudiás medicina y fumas Marlboro. Te gusta la Sprite Diet, Luciano Pereyra (en ese recital te vi) y sos bastante puntual. Te bañás antes de salir, desayunás una manzana en el colectivo y sos de afuera (creo haber escuchado Concordia). Siempre venías con otra chica que también estudiaba medicina , pero por lo que charlaban en el camino, no pudo rendir bien Anatomía, y los padres le dijeron basta, es hora de que te busques un trabajo. Desconozco dónde vivís, porque toda mi sabiduría del 204 de las siete veinticinco de la mañana está perfectamente acotada por la cuadra a la que me subo y por cuadra la en que me bajo, antes y después no tengo idea de qué ocurre. No sé cuáles serán las curvas pronunciadas que exigen agarrarse para no salir despedido, cuáles serán los baches que implican un reacomodamiento. Tampoco podría elegir el asiento según la cantidad de gente que sube, o la conveniencia de observar el paisaje de la izquierda o de la derecha. Fuera del trayecto que hago diariamente, soy un nabo absoluto, pero dentro de esos límites, tengo prácticamente todo controlado.
Bueno, ves, acá sube el narigón que te decía y la nenita del jardín. ¿Viste?, es hermosa esa piba, el problema es que tiene demasiada energía, la madre la verdad que tiene una paciencia increíble, porque estar las veinticuatro horas del día diciendo “Luuu, Luciana. Basta Lu”, debe ser bastante cansador. Ahora que pienso en el nombre de la nena caigo en la cuenta que no sé como te llamás. Tenés cara de Mariana, pero igual no sé. Algún día me voy a bajar con vos y, ahí sí, te voy a preguntar todas estas cosas. Probablemente, me haga el boludo y comience la charla pidiéndote un cigarrillo, te comente que yo también fumo Marlboro, que te veo todos los días en el bondi, ¿estudiás?, ah,claro... ¿de dónde sos?
En la próxima cuadra hay una oficina pública y por lo tanto se va a producir un recambio bastante importante de pasajeros, aunque a ésta hora, son más los que bajan que los que suben.
En una de esas, lo mejor sería comenzar la charla con un ¿Me das un Marlboro? Y todo podría seguir en un ¿Cómo sabés que fumo Marlboro?; me pareció, tenés cara de fumar Marlboro, como también tenés cara de no ser de acá; no, no soy de acá; ¿de dónde sos?, de Concordia, ah sí, yo conocí una chica de Concordia, que también estudiaba medicina; ¿y cómo sabés que estudio medicina?; y estamos en la puerta de la facultad; claro, que tonta, y así seguirá la charla en la que yo te sorprenderé un par de veces más, aunque se me ocurre que el primer método es mejor, porque tenés cara de que no te gustan las sorpresas. Aunque, pensándolo bien, podría lograr un buen acercamiento tomando elementos de ambas estrategias.
Bueno, acá se demuestra la destreza del colectivero, ya que tiene que esquivar a los taxis estacionados en la esquina y a las ambulancias de enfrente, pero este chofer es un maestro, ya lo tengo bastante junado. Acá siempre sube el viejo que hace tres cuadras y se baja, exprimiendo al máximo el pase gratis para los jubilados. Ahora pasamos por la Iglesia y todos menos el colectivero y el técnico nos persignamos.
Qué loco cuando nos tomemos el colectivo en la esquina de tu casa y los dos ocupemos un asiento doble, que puede ser el tuyo tranquilamente, y hablemos durante el viaje sobre lo increíble que es esto de la frecuencia y la misma gente, la misma hora; aunque de vez en cuando tengamos que tomarnos el de las siete treinta y cinco porque la noche anterior nos acostamos tarde. Pienso también en el saludo y vos caminado por el pasillo, y después el colectivo arrancando y yo mirándote desde la ventanilla como ingresás a tu mundo universitario, al mismo tiempo que me acomodo un auricular en la oreja.
En esta bajan los dos hermanos de uniforme azul y mochilas inmensas, y después viene la calle más desierta del mundo que ensancha con la avenida donde bajamos, en la primer parada el narigón y el viejo de las tres cuadras, después vos y tu compañero que no te conoce, y por último, yo con algún extra.
Algún día, te voy a invitar a que nos bajemos en la calle más desierta del mundo para escuchar la radio de los viejos en los zaguanes, tropezar con las raíces que destrozaron la vereda y meternos en esa pequeña cortada, salir de la mano, caminar hasta la avenida y entrar al bar que el 204 acaba de pasar.
El viejo de las tres cuadras ya está parado en la escalerita de la puerta delantera a pesar de la calcomanía que dice claramente descienda por atrás y del narigón no hay ni noticias. Otra vez pienso en bajar con vos, pedirte un cigarrillo aunque sepa que hoy no lo voy a hacer y que mañana probablemente tampoco, pero te juro que un día sí, y ahora me acomodo mejor porque ya te estás poniendo de pie, pidiendo permiso para llegar hasta el pasillo que en una cuadra, nada más, empezarás a caminar sujetando fuerte la carpeta. Te dejan pasar y desde acá atrás te veo de cuerpo entero y sí, definitivamente me gustás, y definitivamente me miraste un segundo, aunque después hayas tenido que prestarle más atención al pasamanos. Lentamente comenzás a caminar en mi dirección y voy centrando mi vista en las distintas partes de tu cuerpo haciendo equilibrio, en tu pelo húmedo y por fín llegás al timbre y me das la espalda. Miro por la ventanilla como la cuadra se mueve cada vez más lento y frena, entonces giro la cabeza y te veo descender por la escalerita, aunque ahora ya no pueda verte más porque te tapa tu compañero que no te conoce, y cuando creo que el cuadro visual diario de esa esquina llegó a su fin, me topo con una nuca que conozco bastante bien y que baja atrás tuyo. Mientras tanto, todos en el colectivo siguen en sus cosas y a mí me dan ganas de gritarles que miren eso, porque no puede ser. El colectivo arranca y por el vidrio trasero veo cómo las figuras se achican mientras abrís tu atado de cigarrillos y le das un Camel, y, al mismo tiempo, también puedo verme en ese lugar, cayendo en un silencio, cambiando la estrategia sobre la marcha, diciendo que nada está perdido, pero en realidad sí, porque no soy yo quién está con vos y es inevitable aceptar lo concreto del pasillo, el extra tocando timbre, la minúscula imagen del narigón pidiéndote fuego.

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