Medallitas

El olor a mandarina, los ojos perdidos y ¿no me comprás una rosa? No pibe, gracias. Dale. No, te dije que no. ¿Me das una moneda? No, no tengo, pibe. Y se aleja balbuceando un insulto, entregando un poco del rencor que tanto le sobra. Y ahora ella me habla. La bicicleta roja. Intenta decirme algo, dejo de mirarla, ¿once años? El parque como una experiencia nueva, las cosas a toda velocidad. Me agarra la mano, desaparece el parque, la bici. ¿Me estás escuchando? Sí, disculpame. Ella, la cita, el bar, volver al viernes a la noche. Pero veo su figura en el fondo, sus rosas y otra vez mi cumpleaños de once, mi manos apretando fuerte el manubrio, el temblor incontrolable de pasar por un charco. Y perder el control, soltar el manubrio para no caer de jeta, el pedal golpeándome la canilla. Y una vez en el piso, aflojar todo el cuerpo, ya está ya pasó, pero en el ya pasó algo extrajo la bici de encima mío y lo que por un instante fue un alivio para mi pierna, se convertía en una tortura para mis ojos, porque alguien con olor a mandarina se llevaba la bici y se reía, y me miraba burlándose mientras lo corría y desaparecía del parque, que ahora volvía a ser el lugar lento, a paso de hombre. La mano me aprieta. ¿Te pasa algo, mi amor? ¿Cómo contarle, cómo transformar en palabras la impotencia de ese nene de once años? No, disculpame, me colgué pensando en una cosa, pero no importa, ya está. Pero en realidad no está nada, porque mientras ella cree que le estoy prestando atención, aparece la campera de jean, las zapatillas, la navaja en la garganta y el dame todo que te faconeo, y aparecen mis quince años humillados en la oscuridad, paralizados, y el cachetazo, ¡dale, apurate! Y la miro, asiento con la cabeza y digo claro, y atrás de ella el mozo sacando al portarosas. Ensayo una caricia en su mano. Y la navaja surcando una diagonal en mi pera, y el puñetazo en la nariz, y con los ojos cerrados sentir que me hundían la boca del estómago y todo se apagaba. Algo me lleva a interrumpirla, disculpame un segundo, voy a comprar cigarrillos, ahora vengo. El señor levantándome, parando un taxi, llevándome al hospital, y como en el parque, mirar las cosas que no están y no poder hacer nada, sólo aguantar la bronca, y ahora abro la puerta, y me enfrento al calor de este verano de veintiún años, y esas dos broncas se suman, y la impotencia es furia, y a mitad de cuadra el pibito de las rosas alejándose. Primero caminar rápido, después trotar, por último correr tan rápido como la ira, como si en el mundo sólo existiesen los diez metros que alejan al salvaje disfrazado de víctima social, y está a un metro, entonces grito ¡eh!, y se da vuelta como yo la vez de la campera, y tampoco alcanza a reaccionar, y mi brazo derecho que surge de atrás de mi cabeza, feroz como el cáncer, y su susto, y el golpe que lo tira al piso. La impotencia ahora la siente él, porque yo, todopoderoso lo miro desde arriba, revolcándose en su miedo, con su olor a mandarina y sus privaciones intelectuales. Y de una patada en la espalda hago que se enderece como una víbora, y otra más y ahora tose y grita, e intenta incorporarse, aunque un golpe en el cuello vuelva a bajarlo. Y los ojos perdidos con lágrimas se clavan en mi rostro como jeringas, jurando no olvidarse de mí.
Acabo de convertirme en el único motivo de su vida. Cada día que pasé lo dedicará a buscarme, a maquinar un venganza efectiva. Pero aún estoy a tiempo de evitarlo. Levanto mi pierna derecha y mi suela en su cabeza, y un instante después el ruido seco, su nuca con la baldosa. Y una pausa. Un mundo que emerge del silencio. Vuelve a haber un clima, un árbol, un perro que me mira asustado y me ladra. Y él en el piso, con una estruendosa inmovilidad. Mi novia esperando en el bar. No siento más bronca, ni impotencia, ni nada.

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